jueves, 24 de noviembre de 2005

Espejos


Siempre la misma rutina. Doce pisos. Doscientos sesenta y cuatro escalones que le conducían a su cubículo de trabajo en aquella inmensa mole de hierro y hormigón. Y su recuerdo mientras subía. Eso nunca cambiaba, siempre se acordaba de ella, su amor, su único amor, y la madre del hijo que esperaban.

No debieron tomar esa calle. Jamás tuvieron que entrar en el parque a aquellas horas. No debió ceder cuando ella le pidió que pasaran para recoger algunas de aquellas preciosas flores azules que sólo crecían junto al lago del parque y de las que nunca recordaba el nombre hasta que pensaba en otra cosa. Tampoco debió hacerse el valiente con aquel atracador escuálido y con mirada de animal herido que les vino siguiendo.

Pero no pudo preveer que después de avisar a su esposa para que se apartara, aquel hombre, aquel ser menudo y harapiento con una navaja del todo a cien, sacaría una pistola. Tampoco habría alcanzado a imaginar nunca que en el forcejeo el arma se dispararía, y ni muchísimo menos que aquella bala perdida, en su errático recorrido en busca de un lugar en que perderse, toparía por el camino con el cuello de su ángel, de su corazón, de la madre de su hijo y de su propia vida.

Todas las mañana subía por las escaleras para no encontrarse con ella.

Fue una semana después de la noche del parque, cuando de los ojos no podía brotarle mas que polvo, cuando empezó a verla. La primera vez se le paró el corazón delante del espejo del cuarto de baño. El frasco de aquel perfume que compró en su luna de miel se hizo añicos en el suelo, bañando sus zapatos con cristales perfumados. Trascurrieron segundos, minutos, hasta que recobró el control de sus articulaciones, y pese a la advertencia de su cerebro, se giró. Allí no había nadie. Cuando terminó de castigarse por aquella jugarreta de su cabeza, fue a por una fregona para limpiar el suelo de las pruebas de su estupidez y allí estaba ella de nuevo en el espejo, con aquellos ojos de infinita tristeza y un bebé en las manos, tapado con una manta inundada de ositos de gominola y de tigres de chocolate. Una mantita que seguía en la habitación reservada para el bebé que nunca la usó.

No aguantó aquella visión, y con un grito que no podía ser de este mundo, lanzo sin pensarlo los puños contra el cristal. Cuando despertó en el hospital no dio gracias a Dios por estar allí en lugar de estar en el suelo de su casa tiñéndolo de rojo. No dio gracias a los vecinos por alertarse de su grito y avisar a tiempo. Tampoco agradeció a los médicos que le hubieran curado los graves cortes que tenía en ambos brazos. Sólo podía intentar seguir llorando de rábia mientras cerraba los ojos para no mirar al espejo que tenía en la habitación del hospial, porque ya había comprobado que ella le esperaba allí.

Rompió todos los espejos de su casa, compró una maquina de cortar el pelo como las que tienen en las peluquerías y acabó con su media melena castaña para no tener que arreglársela nunca más. Empezó a dejarse la barba para no afeitarse. Pero siempre se encontraba con ella en algún sitio. Evitaba los ascensores, y hasta dejó de coger el coche cuando un día quiso sacarlo del aparcamiento y comprobó que tampoco podía mirar por el retrovisor. Intentó aprender a vivir con ello, pero era más de lo que podía soportar. Empezó a olvidarse de su propio aspecto. Fué a la tumba a rogarle perdón por ella y por el bebé. Llenó la sepultura de flores azules, y rogó y lloró hasta perder la voz, pero siempre volvían. Ella murmurando sin palabras, y aquella criatura envuelta en la mantita sin mover un músculo.

Cuando la cordura poco a poco se iba escapando de su ser, decidió por su cuenta lo que ella le estaba diciendo. Quería descansar en paz. Desde aquel momento, se armó con el revólver que guardaba en el lugar mas alto del armario de su habitación, y salió cada noche a buscar al asesino que la policía no había encontrado aún por encajar en varios perfiles. Todavía le estaban buscando, y seguramente el atracador hubiera preferido que le encontrara la policía. La diferencia habría estado entre pasar un tiempo entre rejas, o acabar con un cargador del calibre 38 a bocajarro en el pecho. Ocurrió lo segundo.

Guardó el revólver en su chaqueta y volvió a casa. Esta vez cogería el ascensor. Entró con miedo y mirando directamente al frente. Estaba sólo. Cerró los ojos y dió gracias a todas las deidades en las que alguna vez ha creído alguien sobre la tierra.

Se giró y pulsó el botón que le acercaría mas a su casa, pero tuvo un irrefrenable impulso de volver a mirar en qué había acabado. En ese primer instante fugaz ni siquiera se había reconocido.No podía ser aquel ser con la cara demacrada, sucia, y cargada de arrugas que se asomaba desde el otro lado del espejo. Pero estaba sólo, y si las leyes de la física no engañaban, los vivos seguían reflejándose. Pero cuando quiso comprobarlo, se le heló la sangre. Alli estaban. Ella con sus ojos tristes y su inmortal susurro sin palabras, el bebé siempre arropado por los animales de gominola y chocolate, y al lado aparecía otra persona, con los eternos ojos de animal asustado, su delgadez, y sus seis agujeros de bala en el pecho.

El "cling" que anunciaba el final del trayecto del ascensor se solapó con el martilleo del revolver mientras intentaba sin éxito alojar una bala en la sien de su dueño. Pero no quedaban mas balas, todas estaban en el pecho de un atracador sin nombre, en un parque lleno de flores azules. El vecino que esperaba por casualidad el ascensor en la misma planta en que vivía el pobre viudo que se cortó los brazos con el espejo, el que intentaba suicidarse en esos instantes, no dudó en avisar a la policía.

Y meses mas tarde, cuando se descubrió el asesinato, cuando le declararon enfermo mental y le alojaron en una habitación acolchada, cuando toda razón escapó de su cabeza y las drogas que le suministraban le hicieron olvidarse de asesinatos y sobre todo, de culpables, sólo entonces, los muertos y los espejos descansaron en paz.


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