domingo, 12 de marzo de 2006

Ladrón

El espeso manto de nubes acechaba sobre su cabeza. Pendientes. Parecían a punto de descargar su infinito pesar sobre el pavimento, sin dejar que una pizca de claridad nocturna se filtrase a traves de ellas. Pero eso a él le favorecía.

Mientras las contemplaba embelesado, el tañir de una campana rasgó el silencio de la noche. Una. Dos. Las fué contando una a una, a sabiendas de la hora que era pero esperando una confirmación, por si el tiempo había decidido jugarle una mala pasada esa noche. El silencio que acompañó a la undécima, indicó que había llegado la hora. Todo estaba planeado. Como siempre.

El trabajo era fácil, solo tenía que escalar un poco, entrar por la ventana que daba al callejón, abrir la caja fuerte y llevarse el rosario. Ni siquiera la caja ofecía dificultad, estaba seguro que un niño de cinco años con buen pulso podría abrirla. Seguía sin saber por qué su cliente quería aquel rosario, pero ya tendría tiempo para indagar en ello mas tarde. Tampoco le importaba demasiado.
La señora Clois vivía sola, y esa noche la pasaría en el bingo con otro puñado de cincuentonas hasta altas horas. Tuvo tiempo de hablar con ella y estudiar sus costumbres. Estaba convencido de que todas las mujeres de esa edad se alegraban de hablar un rato con un chico jóven que aparece en su casa y les muestra un poco de atención. Tanto si se hace pasar por vendedor de seguros como por testigo de Jehovah. Y esa vez, como en las demás ocasiones, tuvo razón.

Todo iba perfectamente. Se escondió en el callejón, se puso el pasamontañas, los guantes, sacó sus herramientas, y comenzó el trabajo. Todo iba perfectamente, hasta ese momento.

No había nadie en casa, de eso estaba seguro. Lo comprobó minuciosamente. Abrió la caja fuerte, cogió el rosario, y lo dejó todo tal y como estaba. Nadie podría decir que hubiese pasado por allí. Pero cuando cerró la caja fuerte y se disponía a salir, con todos sus sentidos puestos en no dejar señal alguna de su presencia, allí estaba ella. Estaba seguro de que no podía estar alli, tranquilamente sentada en el sofá, en la pared opuesta a donde él había manipulado la caja fuerte, pero estaba.

Joven, atractiva, majestuosa, con aquel traje de noche que le llegaba justo por encima de las rodillas, dejando entrever la palidez de sus piernas cruzadas.Todo en ella era blanco, sus zapatos, con aquel tacón imposible, su pálida piel, su vestido. Incluso su cabello era de un dorado tan ténue, que en algunos destellos podía haber desafiado a la mas absoluta de las nieves, a sabiendas de que ganaría. Parecía una manifestación de la pureza. Si no tenías en cuenta los ojos. Esclavos del mismo tono inmaculado que envolvía el resto de su ser, excepto por el iris y la pupila, competamente negros, otorgando un aspecto antinatural, como si, mas allá de esos ojos, descansara el infinito.

No podía ser real. Se quedó perplejo, quieto, sin respirar ni mover ninguna partícula de su ser. Mantenía la esperanza de que aquella persona que adornaba de una manera tan espléndida el sofá, fuese una mala jugada de su cerebro. Pero aquellos ojos no se apartaban de él.

Y entonces, se dió cuenta. A su lado, en el sofá, descansaba una mochila exactamente igual a la que llevaba él a la espalda, pero abierta. Se dió cuenta, únicamente porque ella movió un brazo, lentamente, y sacó de ella un rosario idéntico al que acababa de coger de la caja fuerte. O habría sido idéntico, si no hubiera estado impregnado de sangre. Esta goteó del rosario sobre su vestido, ensuciando su imagen inmaculada, abofeteando la pureza que pudiera insinuar. El tiempo transcurrió, y mientras sus pulmones se habían puesto de acuerdo en mantenerle vivo, el resto de su cuerpo se negaba a moverse, embelesado con aquella imagen de rojo, blanco y negro que no le permitía siquiera pensar. Sus oidos captaron un sonido en la calle, pero este pasó de uno a otro sin dejar ninguna muestra de su paso. Y entonces, momentos antes de que el sonido de una nueva campanada inundara la noche, el rosario dejó de gotear, y ella parpadeó, y desapareció.

Su cabeza se llenó de cosas. Ideas, que pasaban y se iban tan rápido que a punto estuvo de perder el equilibrio. Se acercó a tientas a la ventana, moviendose a una velocidad con la que habría perdido todas las carreras que se le hubieran ocurrido contra un puñado de caracoles. Sin dejar de pensar ni de imaginar. Instintivamente echó mano a su mochila. El rosario estaba allí. Y la mujer de blanco no. Suficiente. Habría tiempo de pensar mas tarde. Pero algo no cuadraba. ¿Cuantas campanadas habían sonado?. ¿Cúanto tiempo llevaba allí?. Demasiado. Abrió la ventana y se dispuso a bajar, a volver a cualquier sitio mas seguro donde su imaginación no pudiera traicionarle. Y otra vez el rojo invadió su cerebro.

Algo había pasado en la calle. Había un cuerpo, totalmente inmovil. Por el aspecto que tenía, podía haber sido perfectamente una víctima de las bandas que rondan las calles cada noche. Pero, ¿Como había pasado eso?. ¿Cuando?. Ocurrió dos pisos debajo suya, tuvo que oir algo. Bajó lo mas rápido que pudo, se quitó el pasamontañas, y echó a andar fuera de aquel lugar. Mientras el viento le azotaba, y la amenaza de lluvia se hacía mas intensa, algo en su cerebro estalló. Una idea, mas fuerte que las demás, pudo alojarse por fin en su cabeza: ¿Que hubiera pasado si hubiera bajado antes al callejón?.

Le daba igual si la mujer de blanco había existido, si era una alucinación, un fantasma, o la diosa de los ladrones, protegiéndole. Le daba igual si se había quedado dormido o si el rosario no quería caer en manos de una banda callejera. Aquella noche volvería a casa, se daría una ducha y dormiría intentando no pensar en nada. Mañana tendría tiempo de pensar en la mujer de blanco y en qué hacer con ese rosario.

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